Dos amigos iban juntos por un camino cuando vieron surgir un oso enorme que lanzaba terribles rugidos.
-¡Socorro! -gritaron.
El más delgaducho no tardó en hallar refugio en la copa de un árbol pero su amigo, demasiado gordo, no pudo hacer lo mismo.
-¡Dame la mano y súbeme! -le suplicó.
-¡No puedo! -replicó el más flaco mientras subía cada vez más alto-. Si ayudo a alguien tan gordo como tú, corro el riesgo de caerme... ¡y no quiero que el oso me devore!
La temible fiera ganaba terreno. Sus fauces, de las que salían gruñidos terribles, se acercaban peligrosamente al hombrecillo más gordo. De pronto, éste se dejó caer al suelo.
"He oído decir que un oso nunca ataca a un cadáver", se dijo el viajero, caído en tierra. "Voy a hacerme el muerto".
Inmóvil, se hizo el muerto, en tanto que el oso le olfateaba con su enorme hocico. Después el animal se marchó, convencido de que el hombre estaba realmente muerto. Cuando el oso se hubo ido, el otro viajero bajó al suelo y dijo a su amigo:
-¡Has tenido suerte! ¡Te has librado por los pelos! Me pregunto por qué se habrá marchado el oso. Incluso me ha parecido que te susurraba algo al oído -continuó -. ¿Qué te hadicho?
-El oso me ha recomendado que no vuelva a viajar, de ahora en adelante, con alguien que sólo piensa en sí mismo y que no te presta ayuda cuando tu vida está en peligro. Es en los momentos difíciles cuando se reconoce a los verdaderos amigos.
Y con estas palabras, el hombre regordete siguió su camino solo.
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