Hacía tiempo que no me cruzaba con mi vecino y me paré un rato a hablar con él. Me comentaba que las cosas no le iban bien del todo, pero que había otros que realmente lo estaban pasando mal, como una familia del barrio que tenía siete hijos y que llevaban varios días sin apenas probar bocado. Aquello me dejó tocado y decidí llevarles un saquito de arroz para, al menos, aliviar un poco su necesidad.
Cuando me abrieron la puerta y vieron lo que les traía, los niños hicieron una gran fiesta y, con los ojos llenos de felicidad, pidieron a su madre que pusiera la olla al fuego para cocinarles un plato calentito. La mujer no tardó en prepararles una sopita pero, antes de poner la mesa, llenó a rebosar un plato y salió a toda velocidad de casa.
Cuando, por fin, regresó, le pregunté: "¿A dónde has ido tan deprisa?". Y ella me respondió: "¡Mis vecinos también pasan hambre!". La mujer les había llevado la cena a los ancianos que vivían dos pisos más abajo. En ese momento, descubrí lo importante que es la generosidad. No importa realmente que seas rico o pobre, que te sobre algo para compartir o que apenas tengas lo mínimo, lo que cuenta es que quieras ayudar a los demás, aunque sea con lo poco que tienes.
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